MI FE
(continuación… 2ª parte)
Un día, hace más de veinte años, leía con
curiosidad –creo que una curiosidad inmensa me invade desde hace mucho tiempo-
e interés un libro de Goettmann, teólogo oriental discípulo de Dürckheim, sobre
el pensamiento
espiritual del cristianismo ortodoxo y me llamó la atención una cita del libro
del Tao. Decía:
El Tao que puede ser expresado no es el Tao,
El nombre que puede ser pronunciado no es el nombre eterno…
Quien se ha liberado para siempre del deseo puede llegar a ver las
esencias secretas,
Pero, quien todavía no se ha liberado del deseo,
Solamente alcanza a ver los resultados…
Y junto a estas palabras, aquellas otras del
mismo Tao:
Treinta radios alrededor de un cubo:
En el vacío mediano reside la obra del carro.
Se ahueca la arcilla y adquiere la forma de jarrones:
Es por el vacío por lo que son jarrones…
Estas palabras me hicieron recordar el
apofatismo del que encarecidamente me había hablado Raimon, hacía algo de
tiempo que habíamos comenzado la relación amistosa, y avivaron mi inquietud
interior haciendo tambalear toda mi estructura mental (¡la esencia está en lo que no es!). Más tarde al conocer por
traducción –no sé alemán- el pensamiento de Heidegger sobre la Lichtung, o la
Nada del Ser, o la posibilidad de la patencia del Ser, amplié esa visión sobre
la esencia. Dejé definitivamente de ser “cosista”
y empecé a comprender-experimentar que la Realidad no la abarcan ni la ciencia
ni ontología. Me fui abriendo a la contemplación.
El apofatismo se ensalzaba en el seminario, pero
se lo ignoraba olímpicamente en los estudios de teología. Ésta era un imperio
del racionalismo, y por lo mismo su dominio no llegaba más allá de lo racional,
aunque no era meramente empírico en sentido estrecho de la palabra que se le da
hoy en el mundo académico. Y siendo pura racionalidad –philosophia ancilla teologiae- se planteaba la fe con “atisbos” de algo contrario a la misma
razón (aunque se negara explícitamente), en cuanto que había que renunciar a la
razón para aceptar las afirmaciones infalibles de la fe, en una palabra, se
había de tener una actitud pre-racional
para aceptar los dogmas. Nunca se planteaba la FE como experiencia inmediata,
directa, del dominio transcendente, de lo Divino, o más aún, como puro Vacío de
cosa alguna (no negación). La teología era mera deducción racional de unos
principios que había que aceptar como verdaderos porque lo había dicho Dios
(Cristo) o sus enviados oficiales, normalmente no carismáticos. Nunca la fe
aparecía como “cognitio Dei
experimentalis”, tal como la describen los místicos. Así se condenaba como
hereje a Eckhart, Juan de la cruz sufría prisión y era ignorado durante siglos,
Francisco de Asís tenía problemas incluso con sus hermanos religiosos… y sin
embargo, ya Gregorio de Niza había enseñado hacía siglos que “todo concepto que se refiere a Dios es un
ídolo”. Toda la fe se basaba en lo que “decían otros” (escritores de la
Biblia, autoridades de la iglesia católica…) Y la “iglesia discente” a aprender
y a asentir (et mulieres in ecclesia taceant).
A mí me llevaron al
seminario cuando tenía diez años de edad –las monjitas de mi pueblo lo habían
intentado cuando tenía nueve, pero, pese a aprobar el examen de ingreso ¡cómo
sería el examen!, el rector no me dejó ingresar por la edad- y viniendo yo del
ambiente cultural de dónde venía, y con esa edad, es fácil deducir que mi
infantilismo tenía que ser muy grande. Por la misma razón mi dogmatismo no
tenía fisuras. Allá dicho dogmatismo alcanzó niveles extraordinarios. ¿Qué era
para mí la fe? Aceptar todos los dogmas que venían impuestos por la iglesia
católica. Y, como encontré alimento sabroso para mi mente en las disquisiciones
racionalistas del escolasticismo, comí en abundancia y me hice obeso sin salir
de la seguridad de un dogmatismo infantiloide vestido con un falso ropaje de
intelectualidad, que no era tal, sino pura racionalidad apoyada (erróneamente)
en un infantilismo pre-racional. El intelecto es mucho más que la razón, la
razón es cálculo, el intelecto ve la realidad abstracta, y crea.
Asumí una teología
aristotélico-tomista a partir de un dogmatismo integrista, teología que para
mí, y para la cultura que me rodeaba, interpretaba la verdad de Dios. Adoraba
al becerro de oro, pero mi conducta no iba en consonancia con esta adoración.
Interiormente me rebelaba contra algunas normas, por ejemplo contra aquello a
lo que se llamaba meditación y que yo no acababa de entender y que se hacía a
las seis y media de la mañana, contra los ejercicios espirituales, contra las
visitas al “Santísimo”, contra el silencio obligatorio… pero las ideas que iba
recibiendo y asumiendo no me las cuestionabas en modo alguno (eran en mi
inconsciente un seguro de fama entre mis compañeros y de aceptación por parte
de los superiores… al menos, así me veo ahora), las asumía verdaderamente.
Mi paso por varias
universidades –Salamanca, Madrid, Barcelona, Sevilla- me sirvió para aprender
mucho de los libros y de los distintos compañeros, y para tomar conciencia de
que las ideas y la mente tenían muchísimo más campo que el dogmatismo que me
servía de vivienda, en el que me cobijaba. Pero yo era incapaz de vislumbrar
que pudiera existir el dominio de la contemplación, aunque evidentemente había
oído hablar de los místicos. Al final de aquella época empezó a preocuparme la
separación entre teología y espiritualidad. ¿Cómo se podía ser teólogo si no se
era místico? En verdad, mi daemon
interno había sido el pensamiento, hasta entonces, solamente racional.
Pasé mucho tiempo
desconcertado, pero poco a poco, me fui transformando poseído por una FE que ni
remotamente podía verbalizar. Hoy día tampoco, pero al menos, puedo indicarla,
describirla a través de unos velos o palabras, que a su vez la ocultan, mas
percibo su olor y vislumbro su perfil. Una FE que ha perdido toda su carcasa, su
escayola y que intenta mantenerse sobre su propio esqueleto. Yo diría que el
yeso de la escayola se ha integrado en el organismo y se ha ido haciendo hueso
propio, vida propia. Ese yeso es el Cristo, del que me han hablado, que ha dejado
de ser algo externo y sobreañadido a mi ser, para convertirse en mi Ser, mejor,
para hacer que yo comenzara a vivirme Misterio, Misterio que es Salud –salus- y Libertad sin límites.
Y la vida –mi vida-
ha ido cambiando de significación para mí, y sigue haciéndolo. Mi vida con todo
lo que ello conlleva (cristianismo-cristianía, Jesús de Nazaret, Cristo,
iglesia, libertad, amor, familia, esposa, hijo, nietos, sociedad, economía…
visión del mundo) la percibo iluminada con esa luz transcendente. Mi FE ha
crecido y se sostiene en esa “cognitio
Dei experimentalis” común a todos los místicos, pero no siempre, sólo
algunas veces, me encuentro en ese plano. Se sostiene en la experiencia del
Cuerpo Físico de Cristo, al que normalmente solemos llamar Cuerpo Místico, y
que se extiende a toda la Naturaleza (no sólo a los bautizados, ni a los
humanos, ni a los seres vivos) y, por lo mismo, se sostiene gracias a la
comunión de savia con lo que ES.
Una FE cuyo dominio
es la contemplación, no simplemente lo mental, menos aún lo racional o lo
sensible, mas sin descartarlos. Una FE que ilumina, como la Luna llena –no como
el Sol- todos los campos sin quedarse en ninguno, transcendiéndolos: sin total
nitidez, pero con seguridad. Atraviesa
el cristal de la razón i alumbra cuanto es, pero nunca niega lo que ve el ojo o
la mente, simplemente respeta y va más allá porque ama. Y en todo está aprendiendo a contemplar el Espíritu. Una FE
que entre los pliegues del Kosmos descubre la Trinidad en múltiples formas y
maneras: ve la Naturaleza, ve la Mente, ve el Espíritu. Ve los tres dominios:
sensible, mental-racional, contemplativo, ve el mundo ordinario pero no se
queda en él, por ello ve también el mundo sutil y el no-dual lo barrunta al
menos. Una FE que nace en el Cristo y se alimenta de Él, sin limitarlo en modo
alguno, ni por el tiempo, ni por el espacio, ni por el ser, ni por la nada.
Una FE, pues, no
nacida de la mente (que es la creencia), sino de más allá de la mente, nacida
sin aspavientos, poco a poco, apreciando la mirada interna sobre lo Real. Una
FE que es una Libertad de apertura –sin límites conscientes- al Misterio, de
apertura al Amor, al único Amor que nos abraza a todos y a todo en Cristo, en
el Cristo, en el Misterio, en el Ser y al que los hombres no paramos de herir,
con frecuencia mortalmente. Un Amor que no es un mero sentimiento, sino la
esencia de lo que es: Unidad.
Por supuesto que para ello me han ayudado las
muchas lecturas y meditaciones constantes, no solamente de los Evangelios y
Nuevo Testamento en general, igualmente de la mística oriental: el Tao de Lao Tse,
el Bhagavad Gita, escritos sobre Buda, y los de Ramana Maharsi, Nisargadatta, Krishnamurti,
Alan Watts, como también los de Eckhart, Tomás de Aquino, el cardenal
Buenaventura de Fidanza (conocido como San Buenaventura), Duns Scoto, Teresa de
Ávila, Juan de la Cruz, Luis de León, Panikkar, Wilber, Schillebeeckx, Boff,
Dürckheim, Simone Weil, Teresa de Calcuta, incluidos los pensadores Heidegger y Nietzsche…
Así siento y vivo la FE. Todo esto, creo,
necesita una reflexión más amplia que explique y fundamente en lo posible esta
actitud trans-racional a fin de mostrar que no es un simple capricho, ni una
paranoia. Lo iré desgranado…
José A. Carmona
carmonabrea@yahoo.es
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