En los cinco últimos decenios del
siglo pasado ha sucedido en la historia algo totalmente inusitado: la posibilidad
de acceder a todas las culturas del mundo. El planeta Tierra se está
convirtiendo en verdad en la aldea global.
En el
pasado, la persona que nacía en el seno de una cultura determinada (occidental,
china, amerindia, española, rusa…) se pasaba la vida entera sumida en esa
cultura, viviendo siempre en la misma ciudad o pueblo, o incluso en la misma
choza: pensemos en nuestros abuelos, sin ir más lejos. Limitada a una
inmovilidad geográfica y mental. Por desgracia, el etnocentrismo sigue siendo aún
patrimonio de muchos, muchísimos pueblos, y causa de multitud de conflictos y
guerras.
Hoy,
cualquier persona tiene la posibilidad de acceder a todo el conocimiento acumulado por el ser humano a
lo largo de los milenios, y no solamente al conocimiento, sino también a las
experiencias y a la sabiduría que han acumulado todas las civilizaciones, tanto
premodernas, como modernas y postmodernas.
Por esto es
el momento de superar el “provincianismo
cultural” del que nos habla M. Eliade. También hay otras razones que exigen
ese diálogo intercultural entre las que se ha de incluir la globalización
industrial y comercial que está falta de toda profundidad humana. No se puede
aplazar más el diálogo entre las distintas culturas o tradiciones de
pensamiento. Vemos a diario que la globalización destruirá el planeta si no
surge un verdadero diálogo entre los países y formas de vivir, entre las
distintas visiones del mundo. La falta de conexión, el aislamiento de cada
cultura, y por lo mismo de cada visión religiosa, (que se sienta poseedora
única de la Verdad) es hoy destructiva e imposible de mantener. Lo mismo una
globalización económica-industrial. Es anacrónico “el provincianismo cultural”
(aunque muchos estén empeñados en ello: no se han percatado del momento en que
vivimos).
Dicha globalización,
que no es sino una hipertrofia de la relación técnica con el mundo, que es
resultado, al menos en gran parte, de los principios “racionales” de Occidente,
y cuya finalidad es la imposición de unos intereses mercantiles, no es ni una
cultura propiamente, ni el medio para superar el provincianismo, sino la
imposición a escala planetaria de una voluntad única y cargada de deseos de
dominio y explotación. Es uniformadora y, por lo tanto, destructora de todo lo
que no sean sus intereses materiales.
La necesaria
superación del provincianismo cultural no puede ser una monoculturalidad,
que negaría, destruyéndolo, todo lo que no sea ella misma, ni una pluriculturalidad
divida en trozos, como un mosaico desconexo (lo que en buena medida hacía y
ha hecho el eclecticismo), pues en este caso tendríamos un montón de culturas,
o de trozos de culturas, pero no una interculturalidad.
Ésta ha de ser un tertium quid, algo distinto, una realidad no-dual, no excluyente, integradora, una realidad que
aúne en armonía y ritmo lo universal con lo particular, lo uno con lo múltiple,
la identidad y la diferencia (no la separación), lo absoluto con lo relativo.
Hoy es claro que en Oriente hay un acercamiento a la tecnología a la que ya
domina totalmente, y a lo social: y en
Occidente una búsqueda de las raíces humanas que le salven de su miopía que no
alcanza a ver más que lo técnico y el dinero, raíces que muchos ven sólo en
Oriente. ¿No se olvida un tanto Occidente en esta búsqueda de sus propias
raíces cristianas tan profundamente humanas?
Los hombres
nos estamos abriendo en lo exterior (en la diplomacia, en lo económico, en las
relaciones sociales…), mas junto a esta apertura exterior es necesaria otra
interior si la primera no quiere quedar
vacía de todo contenido. Ésta interior ha de ser la de la auto-comprensión de las mismas culturas. Y la auto-comprensión se
basa en un diálogo que vaya más allá
de los límites que las culturas tienen aisladas en sí mismas. La cultura o es
dialóguica o no podrá ser en un mundo plural. Y sobre todo no podrá ser pensar,
que es mucho más que el mero razonar.
El diálogo intercultural (o
interculturalismo) es una exigencia de las propias culturas quienes por su
propia esencia han de ser abiertas, de lo contrario no serían una cultura sino
un enquistamiento, o un cáncer. La cultura es símbolo de sabiduría, esto es, de
experiencias humanas universales que transforman, y esto nunca podría serlo
enquistada en sí misma. Vuelvo a citar aquí a Foucault, el filósofo
postestructuralista: “Filosofía no es
sino labor crítica del pensamiento sobre sí mismo…”(La palabra inicial,
Trotta. Madrid). La verdadera filosofía solo podrá ser sabiduría universal y
perenne en el sentido más pleno de la palabra.
Es este
diálogo intercultural una faena que ha de realizar la sabiduría, o si queremos,
la filosofía en su sentido más pleno y menos académico, la filosofía como fuente del
pensamiento serio, ordenado y transformador. Filosofía, en el sentido
originario de la palabra, hermanada con las tradiciones del pensamiento que no
siempre son filosóficas y menos en el sentido académico al uso en Occidente de
actividad meramente especulativa (solamente asequible para especialistas), pero
sí pensamiento enraizado en la vida, y
no capricho o alucinación. Indagación en lo Real. Cierto que la filosofía
ha de ser renovada, y lo está siendo en muchas partes (Nietzsche, Heidegger,
Derrida, Foucault, Habermas, Panikkar…), el diálogo intercultural puede ser
motivo de auto-cuestionamiento para la misma, de concienciación de sus propios
límites, de sus desviaciones, del mismo concepto de razón (que tiene mucho de cálculo)
post-socrático que está en la base de todo el pensamiento occidental
(Heidegger) y que está dando origen a la visión tecnológica del mundo (visión que tiene mucho de bueno, pero
que no es universal como pretende, ni única, ni está en las raíces de lo humano).
Creo que el verdadero filósofo -ph(f)ilo-sofía:
amante del saber, no del simple conocer- ha de tener mucho de poeta y de
místico, porque su saber ha de partir de su propia gnosis: experiencia
sapiencial.
El diálogo
Sólo podemos
dialogar desde una cultura determinada, esto es patente. Pero de igual forma
que solamente podemos comunicarnos en una lengua en cada momento –en diversos
momentos podemos cambiar de idioma-, también lo es que el uso de esa lengua ha
de ser verdadero instrumento de la comunicación, no meramente instrumento sino
símbolo –y el símbolo no se puede cambiar por otro sin que cambie lo
simbolizado, de lo contrario sería simplemente signo-. De igual manera la cultura
desde la que dialoguemos ha de ser símbolo de la universalidad, no puede estar
constreñida a su particularidad con pretensiones de ser universal. ¿Cómo puede
ser una cultura símbolo de universalidad? Si está fundamentada en experiencias
válidas para todos los nacidos del “humus”, para todos los hombres –sean
mujeres o varones-.
Ha habido a
lo largo del siglo XX una serie de pensadores que han estudiado las más
variadas culturas y religiones del mundo, entre ellos Huston Smith, Jean Gebser,
Ken Wilber… que han definido o perfilado una serie de elementos presentes en
todas las culturas y a los que se les denomina con la expresión: “sabiduría perenne” –no se ha de
confundir con la filosofía perenne de la escolástica a la que los propios
escolásticos solían llamar perenne, por considerarla válida para todos los
tiempos y lugares-. Una doctrina sea cual sea no será nunca universalmente
válida, ni perenne a través de los siglos. Lo único permanente, aunque
inaprensible –solo vislumbrable- para la razón, es la experiencia del Ser:
llamémosle la experiencia de lo Divino, la experiencia del Misterio, la
experiencia de ese Yo que, aunque nos pueda parecer confuso a la razón pues la
transciende –no es el ego, ni el id-, es realmente supra-objetivo y
trans-subjetivo. Esa experiencia trans-racional que aparece en todas las
culturas, en todas las tradiciones del pensamiento. De esta experiencia dice
Heidegger que lo es de esa “región de
todas las regiones” (citado por Cavallé) y está más allá de todo conflicto
entre las civilizaciones. Las doctrinas, las culturas son simplemente
indicaciones, que nos sirven de señal para ayudarnos a experimentar.
Dialogando
desde esta base, podremos ver los límites de nuestra propia cultura y los de
las otras. Recordemos a Tomás de Aquino que tras esa experiencia de lo Divino consideró
paja todo cuanto había escrito… o a Juan de la Cruz saliendo por la secreta
escala… a oscuras y segura…o a Pablo recibiendo la iluminación
camino de Damasco. Tomaremos conciencia de la unilateralidad de toda
doctrina o cultura. Percibiremos lo que
nunca habíamos percibido antes: nuestros prejuicios culturales inconscientes
asumidos como horizontes de inteligibilidad… a la vez que de todo lo
verdaderamente válido y perenne de la misma.
Y este
diálogo es sencillamente una cosa: abrirse a la sabiduría, tome la forma que
tome, no a la doctrina meramente. Amarla. Por descontado, esto es obra de
todos, no de unos pocos. Es una digestión de múltiples alimentos –que sean alimentos- y la asimilación posterior por la
que se transforman aquellos en el propio cuerpo. Es la metanoia del hombre.
José A. Carmona
Carmonabrea@yahoo.es