viernes, 20 de abril de 2012

LA NOCION DE PERSONA




Nuestra cultura es muy antropocéntrica, y aun más: es personalista. El desarrollo de la creación (según la cultura abrahámica), o del universo (en una visión modernista) es eso: desarrollo, evolución, “creatio in fieri”. Nada dentro del tiempo está acabado, todo está en proceso. También la realidad y el concepto de persona. La conciencia empezó siendo material (Piaget) en su camino de vuelta al Origen, ha llegado ya a ser autoconciencia, y llegará a ser Conciencia pura. La autoconsciencia no es la meta sino un paso en el desarrollo.

En nuestra –he sido educado en el catolicismo- “doctrina católica”, interpretada por muchos como doctrina de la fe verdadera (¡Qué falta de respeto a la Verdad y a los no católicos!) incluso a Dios (¡?) lo hemos interpretado como persona. Así se quieren definir los dogmas católicos sobre la Trinidad y sobre la Unión Hipostática: la Trinidad consiste, según dicha doctrina, en tres personas y una sola naturaleza o substancia, la Unión Hipostática consiste en la coexistencia de dos naturalezas y una sola persona. El nivel más alto del Ser, se da por supuesto, es y será siempre la persona, más allá de la persona: nada. Incluso en pleno siglo XX nacieron movimientos filosóficos, muy respetables, sobre el personalismo, movimientos muy relacionados con el catolicismo (Mounier), aunque en éste crasamente integrista en los años cuarenta causara espanto.

Mas el pensamiento transpersonal había sido injertado decenas de años antes en Occidente. En Oriente esta visión de la persona no se da, la conciencia la entienden a-personal y trans-personal, el sujeto personal es ilusorio (con apariencia de realidad). El superhombre de Nietzsche apunta claramente hacia lo transpersonal y Heidegger habla claramente de que la esencia del ser humano no se encuentra dándole el carácter de persona. La postmodernidad y la psicología transpersonal han ido avanzando en esta superación de lo que es y se entiende por persona.

Entre nosotros “vende mucho lo personal”, se ha de personalizar todo y prácticamente siempre se identifica persona con individuo. Ya he hecho referencia a ello en artículos anteriores. Se ha vulgarizado la palabra y el concepto y por lo mismo se le ha vaciado de su contenido. Para muchas cosas se emplea la palabra personalizar, se “personaliza” un coche, una casa, una decoración, un cuadro, unos muebles…, todo esto y mucho más puede ¡ser personalizado! Y sin embargo… ¿no se trata de una mera individualización o de una mera funcionalidad? Estamos mucho más en la cultura del individuo que en la de la persona. Incluso lo colectivo no suele ser comunidad, suponiendo que en la comunidad pudiera realizarse la persona en plenitud.

La modernidad, desde el Renacimiento, ha destacado el humanismo, lo que ha supuesto una elevación del individuo frente a la masa informe del Medievo. Este individualismo moderno ha traído beneficios económicos, sociales, científicos, de derechos civiles… pero la evolución humana no puede quedarse ahí. De lo individual pasa a lo personal-transcendente y de ahí a lo transpersonal y así… hasta lo no-dual. Pensar que el individuo o la persona suponen el fin de la evolución cósmica es quedarse en el creacionismo, es creerse el ombligo del mundo.

La noción de persona que tenemos hoy tiene un origen cristiano. Boecio –beatificado para la diócesis de Pavía por León XIII- nos habla en su Opuscula Theologiae de la persona y la define como “Naturae rationalis individua substantia”, al tratar el tema de las naturalezas de Cristo y de su única persona. Esta noción moderna de persona fue muy utilizada en el Renacimiento, período considerado como el del descubrimiento del hombre frente al período medieval teocrático. Es digno de ser tenido en cuenta el doble aspecto de la definición: Naturae rationalis e individua substantia, en los que introduce dos elementos ya transcendidos en buena medida por los místicos y en la filosofía del siglo XX: Lo racional y la substancia individual. Introduciendo el concepto de substancia individual Boecio clausuraba la noción de persona, la cerraba en sí misma, la substancia no es apertura sino lo contrario, lo acabado, lo cerrado en sí mismo. No puede haber transcendencia a lo substancial por la propia definición de substancia, no se puede ir más allá, es el ser que sub stat. El accidente no lo transciende sólo lo adorna o empobrece. Para nosotros hoy el concepto de persona se apoya en la auto-consciencia (racional), en la auto-reflexión. Por lo mismo el “yo” -que es persona- es un yo encarcelado en su “auto”, un yo atrapado por aquello que es su personalidad. En cuanto a la segunda parte de la definición: naturaleza racional, se vuelve a clausurar lo personal en lo racional. Con la pretensión de distinguir la persona de lo puramente animal, se olvida quizás la apertura hacia lo “superior”, hacia una etapa posterior de la evolución que no se queda en la mera racionalidad. La persona es el Ser sin clausura abierto al Misterio, o siguiendo la intuición heideggeriana, pura apertura, misterio más allá del mismo ente.

Todo humanismo, y lo mismo se puede decir del personalismo, está cerrado en sí mismo. Se centra en sí y mira “lo otro”, mira “lo que no es humano”, “el resto”. Acentúa lo específicamente individual, el culto a la persona, la exaltación de lo individual creador –sea en arte, ciencias, pensamiento, mística, deporte…-. Pienso, como dice Mónica Cavallé, remitiéndome a pensadores anteriores que “la muerte del hombre” de la que habla el postmodernismo (Foucault) es también humanista, es un anti-humanismo y por lo mismo depende de lo que quiere destruir. Intenta derribar el mito del hombre, pero el hombre del humanismo no ha de ser derribado, sino transcendido, absorbido en la dimensión de la persona –eliminando el lastre de la clausura- e injertado en lo transpersonal. La persona es el individuo transcendido: no un mero número sino un símbolo.
Nosotros hemos heredado de Boecio la noción y la visión de lo que es la persona. Pero… con anterioridad al magister officiorum vivió el mundo griego.

En el teatro griego los actores para hacerse oír por los espectadores utilizaron megáfonos: unas máscaras, como sabemos, cuya concavidad servía para reforzar la voz. Como bien sabemos aquellas máscaras se llamaban prósopon que fue traducida al latín como persona. Originariamente la palabra –prósopon: persona- significaba máscara, de ahí el personaje, y más tarde el arquetipo. Posteriormente en el cristianismo se emplearon y aun se emplean asiduamente las palabras: ousía (substancia) e hipóstasis (naturaleza, subsistencia y ya en los Padres del siglo IV (Basilio, los Gregorios…): persona). Este origen de la palabra –prosopon- nos puede llevar a un concepto sobre la persona mucho más abierto.
En el teatro clásico griego lo que verdaderamente importaba no era el actor, la actriz, sino el personaje representado: más aún, el arquetipo que es mucho más que el personaje porque el arquetipo es universal y representativo –Edipo no es solamente aquel rey mítico de Tebas, sino un arquetipo humano de unos sentimientos, de unos valores y contravalores que existen en todo y cada uno de lo mortales, enraizados en una cultura ancestral y universal-. Y esto era lo significado por la máscara (prósopon) que hacía de mediadora entre el público y el actor o actriz, de modo que éstos ya no eran tales, sino lo representado por la máscara. La voz aumentada –resonando- y el arquetipo contenido en el personaje. El público y los actores. Lo universal (el público), lo individual (el actor) y el vínculo de unión (el prósopon, la máscara). Por medio de la máscara lo individual enlaza con lo universal y adquiere una dimensión nueva: es símbolo. Y símbolo es lo que une, es la expresión en lo concreto de un principio universal y por lo mismo superior. El hombre concreto puede no reconocer un símbolo, puede negar la presencia implícita de ese principio superior, pues para percibirlo es necesario estar en sintonía con lo simbolizado, como para ver al arco iris son necesarios cuatro factores: sujeto que percibe, gotas de agua, sol y la orientación física debida: que el sol, el perceptor y el centro del arco estén en línea, si no se da uno solo de estos factores no hay arco iris. Si no se está en la postura correcta, no hay arco iris. “Qui habeat aures audiendi, audiat” repite incansablemente el evangelio. Las dimensiones superiores están abiertas a todos los hombres, pero nada más el hombre que les abre la puerta las percibe. Sin un determinado nivel de conciencia, no ya moral sino ontológica, no nos abrimos. El hombre del Paleolítico no podía tener una solidaridad universal, ni un pensamiento abstracto, por ejemplo.

La persona es símbolo, es manifestación de algo más profundo que “lo que se ve”. Y en esto transciende ya al individuo, que no es sino un número matemático. El conjunto de personas es una sociedad organizada, el de individuos: un montón –como mucho ordenado- nunca sociedad. La idea de persona es una noción cualitativa (Mónica Cavallé) y sus valores la llevan mucho más allá del simple individuo. La persona es relación constitutiva he repetido varias veces en este blog, en tanto es en cuanto es relación, apertura. El ser personal está esencialmente abierto, necesariamente remite no necesariamente a otro, sino más allá de sí –de lo que percibimos, vemos y pensamos-, remite más allá de su ser concreto, de su individualidad, de su situación de vida, de su “papel en la historia” y de la historia misma. Remite a su profundidad, a un Yo que no es el ego –conjunto de elementos perecederos-, sino la Vida. “No hay nadie que viva una vida. Sólo hay vida” afirma Nisargadatta, gran místico hindú del siglo XX, en su libro: “Yo soy eso”. Remite a ese Yo que es en el Todo y es el Todo al que podemos llamar Dios, por usar una palabra antiquísima, si despojamos a esta palabra de toda la inflación que ha padecido en la historia.

Como símbolo, la persona no se puede identificar con el personaje que es el ser concreto, sino que lo desborda, aunque se manifieste en él. Por lo mismo la persona no se auto-vivencia en el personaje –en mi caso: José Antonio-, no queda clausurada en una auto-conciencia, sino que simboliza: proyecta hacia la profundidad que subyace en José Antonio, en todos y cada uno de los seres. Profundidad que no es sino el Todo, la Plenitud, el Misterio, Profundidad a la que los cristianos llamamos el Cristo.
Lo normal en esta vida terrena es que luchemos por ser nosotros mismos, por autoafirmarnos. Desde la psicología hasta los llamados “libros de autoayuda” nos impulsan constantemente para que tengamos una buena autoestima, un yo-ego fuerte, una personalidad que resista los ataques tanto de fuera como de dentro, una asertividad que no tolere intromisiones… y todo ello está bien, a mi juicio, pero para poder ir más allá. Sin un ego fuerte es muy difícil que podamos trascenderlo, nos quedaremos en este lado del río. Pero la finalidad es trascenderlo, no quedarse, la finalidad es ser lo que en realidad somos: persona, relación con lo Profundo, Vida y Misterio. El patetismo de una lucha para conseguir ser uno mismo frente a los otros, es patetismo del ego, del querer ser “alguien en la sociedad”, de destacar, de mostrarse. Así agotamos nuestro ser en lo que mostramos, perdemos toda apertura, dejamos de ser personas y nos hacemos puros objetos de nuestras propias miradas. ¡Esto es lo que abunda y superabunda! ¡Esto es lo que se suele aconsejar por los llamados, y reconocidos por la mayoría como tales, maestros en la materia!

En nuestros días hemos ahogado el concepto de persona, lo hemos despojado de su simbolismo innato, esencial, lo hemos reducido al de un ego ufano, triunfador, popular… vacío. Y siguiendo la línea vivida por los místicos se ha de tener en cuenta que ni la sociedad, ni siquiera la comunidad, ni el ego que triunfa –o fracasa- son lo más adecuado para que la persona descubra su referencia esencial de símbolo. Simone Weil, filósofa y gran mística cristiana –no católica-, muerta en 1943 nos dice:

“…El paso a lo impersonal (transpersonal) no ocurre nunca en el que se piensa a sí mismo como miembro de una colectividad…sólo es posible en soledad…” “Todo el esfuerzo de los místicos se orientó siempre a obtener que dejara de haber en sus almas ninguna parte que dijera “yo”” (La persona y lo sagrado).

S. Weil nos asegura que el paso hacia lo impersonal –transpersonal: más allá de la persona-individuo - es totalmente imposible desde el nivel de lo colectivo. Solamente se transciende la persona-individuo, el ego, el pequeño yo cuando se está frente a sí mismo en soledad. Me recuerda lo afirmado por S. Weil a la espiritualidad Vedanta, a las noches que Jesús pasaba solo “en oración” hablando con su Abba, al hombre noble de Eckhart, a los poemas de la subida al Monte Carmelo de Juan de la Cruz, a las Moradas de Teresa… En todos ellos la desaparición del yo, del que llamamos: pequeño yo o ego es una constante: “No hay nadie que viva” (Nisargadatta), “En soledad vivía / y en soledad ha puesto ya su nido / …” (Juan de la Cruz). Para que surja la persona en toda su dimensión, el verdadero Yo que nunca es sujeto, ha de morir el yo. Para que haya símbolo ha de desaparecer la cerrazón, es estancamiento del yo-tú.

La persona es apertura a lo profundo, es lo profundo simbolizado, no un mero sujeto de experiencias, pensamientos y sensaciones, un “Yo”, no un “yo”, podemos decir. Y en ese “Yo” está lo que se ha llamado y se llama sagrado, lo que va más allá del personalismo.


José Antonio Carmona