martes, 3 de mayo de 2011

NUESTRA IDENTIDAD 1ª Parte

¿QUIÉN SOY YO? ¿DÓNDE COLOCAMOS NUESTRA IDENTIDAD?

PRIMERA PARTE

Esta cuestión de la identidad del sí-mismo (“yo” en castellano, “jo” en catalán -pronunciado yo-, “ego” en latín, “'egô” en griego, “je, moi” en francés, “I, myself” en Inglés, “ich, das ich” en alemán, “eu” en gallego o portugués …) es muy probablemente el núcleo primordial, la pregunta más radical, la última ontológicamente, valga la expresión, que se hace el hombre. Por tanto, tomando como referencia la propuesta de Paul Tillich de que lo Divino es el “Fundamento Último del Ser”, esta pregunta es la más religiosa -la que va más a lo Último- de la humanidad. El Vedanta Advaita, escuela religiosa, no teísta, que brota de los Vedas en las Upanisad, ha mantenido hasta nuestros días una atención especial a la respuesta a la pregunta sobre la identidad de uno-mismo -en la segunda parte de este escrito lo intentaremos ver-. En el cristianismo, bajo la influencia de las culturas hebrea y griega la hemos abandonado después de los primeros años. Dichas culturas ponen definiciones a la Realidad, con lo que la están dividiendo constantemente (definir es poner límites), sin embargo, yo percibo en las parábolas de Jesús de Nazaret -principalmente en la del Buen Samaritano y en la del Hijo Pródigo- que la experiencia de Jesús no era de separación, era de Unidad con la Realidad, de expansión total de la conciencia: “¿Ama al prójimo como a ti mismo” (lo que consta en nuestra cultura nacida de Abraham y Platón), o “Ama al prójimo porque es tú mismo?” ¿Cómo actúa Jesús? Expandiéndose, dándose, estando siempre a favor de todos, siendo todos. Cierto que las expresiones verbales del Nuevo Testamento caen de lleno en la dualidad, pero algo se puede otear sobre las propias experiencias del Nazareno: “Cuando sea subido en alto atraeré hacia mí todas las cosas”. No podemos olvidar nunca que Jesús de Nazaret era judío, Cristo es el Misterio universal que se manifiesta de modo importantísimo, no exclusivo, en Jesús. ¡Seamos humildes en la FE! ¡No seamos etnocéntricos!

De todos modos, he de decir que nunca me planteé una respuesta profunda e inquisitiva de mi realidad personal a partir de esta pregunta -¿Quién soy?- hasta que empecé a leer algo del Vedanta Advaita.

Richard Maurice Bucke, psiquiatra canadiense de finales del XIX, gran amigo de Walt Whitman -dice Bucke que él mismo había sido colocado en un nivel superior de conciencia gracias a Whitman-, es el autor de un libro que ha sido fundamental en el nacimiento de la Psicología Transpersonal: Conciencia Cósmica (Cosmic Consciousness: A Study in the Evolution of the Human Mind). En dicho libro narra una experiencia mística que tuvo él mismo, y otras de algunos contemporáneos, entre ellos de Whitman, junto a las de Buda, Jesús, Pablo, Mahoma, Plotino, Dante y otros. Éstas desde una perspectiva histórica, no de inmediatez. La conciencia propia de este estado iluminado la llama: Conciencia cósmica. La misma está más elevada evolutivamente que la conciencia racional que tenemos la mayoría de los humanos. Al describir su propia experiencia dice:

“... me inundó un sentimiento de júbilo, un inmenso regocijo..., una iluminación intelectual imposible de describir... Vi -no creí- que el Universo es una Presencia viva. Tomé conciencia de la vida eterna que hay en mí... no que la tendría, sino que la poseía ya. ...Que el principio fundamental de todos los mundos es lo que llamamos amor...”


¿Podemos decir, como diría Freud y dicen sus seguidores, que esto no es más que una alucinación paranoide? Evidentemente que en un reduccionismo que no acepte ir más allá de la racionalidad así se afirma. ¿Pero dónde en esta experiencia narrada está la angustia, la tortura que acompaña a las aberraciones mentales? Aquí, donde el paranoide encuentra angustia, no hay sino paz, serenidad, madurez...

Los individuos que tienen, y han tenido, de una manera u otra experiencias similares -todos los místicos- sienten que son uno con todo el Universo. Su sentimiento de unidad se extiende mucho más allá de su mente y de su cuerpo. Y no solamente estas experiencias “cumbres” sino las nuestras individuales, cuando intentamos profundizar hasta donde no llega la mente, nos legitiman totalmente para preguntarnos en lo más íntimo de nuestra conciencia personal: En verdad ¿quién soy yo? ¿qué es ser yo? ¿cuál es mi identidad más radical?

Cuentan de Schopenhauer que paseando por una calle (de Frankfurt supongo) se detuvo a contemplar una exposición, no sé por qué motivo se le acercó un guardia a pedirle la identificación y le dijo: “Por favor, me puede decir ¿quién es usted? A lo que el filósofo del pesimismo le respondió: si usted pudiera contestarme a esto, le haría un monumento. El pensador nunca encontró la respuesta. ¿Quizás se puso muchos límites? Es esta la respuesta más deseada. La respuesta sobre nuestra propia identidad es fundamental en nuestra vida.

Cuando alguien nos pregunta: ¿Quién eres? Intentamos darle una respuesta razonable y le ofrecemos una descripción de los hechos que consideramos importantes en nuestra ¡identidad! (Soy fulano, casado con, soltero, padre de tantos hijos, mi profesión es, mis aficiones son...) -todo ello son circunstancias, nunca la verdadera esencia, y siempre excluyentes: si soy varón, excluyo a las mujeres...- Pero en en el fondo de esta descripción subyace un proceso anterior, más básico: trazamos un límite. Incluso cuando interiormente tratamos de dar una respuesta a esta pregunta fundamental: ¿Quién soy?, lo que en realidad hacemos es trazar ese límite, aunque sea de forma totalmente inconsciente. ¿Dónde situamos el límite? ¿Dónde ponemos lo exterior y dónde lo interior a lo que llamamos “yo”?

El límite más común es el de la piel. Este límite es universalmente aceptado, y de tal manera lo es que consideramos insensato decir que la piel no sea el límite hasta donde alcanza nuestro yo. Lo que hay de la piel para adentro (organismo, sentimientos, emociones, mente...) soy yo, lo de fuera no lo es (dualidad “dentro-fuera”), es no-yo. Así hacemos una clara diferencia entre lo que “yo soy” y lo que “yo tengo”, soy este cuerpo, esta razón, estos sentimientos..., tengo una casa, un ordenador, unos muebles, un coche..., incluso la familia es mía, no yo. Negar esta sensatez evidente sería propio de un psicótico, ¡es tan universalmente aceptado!, o el hecho de negarla quizás no sea más que la expresión de algún alto nivel místico que llegue a la “conciencia cósmica”, como acabo de decir de Bucke.

Pese a lo dicho y a esta sensatez que parece tan evidente, muchísimos de nosotros, pienso que todos, ponemos otro límite entre lo exterior y lo interior, entre el yo y el no-yo. Leía hace muchos años a Dürckheim que plantea en sus escritos la pregunta siguiente: “¿Somos un cuerpo o tenemos un cuerpo?”. Me llamó poderosamente la atención. La ascética cristiana ha tratado y ¿trata? al cuerpo como a un “pobre asno” que es un peso para el espíritu -¡Qué duros estos destierros/esta cárcel, estos hierros/en que el alma está metida!... de Teresa, excepcional mística-. Hay que liberar al espíritu de ese peso con la mortificación (cilicios, disciplinas, ayunos...). Fué la visión de unos muy largos tiempos, y en nuestra cultura occidental dicha visión ha calado muy hondo. ¡Hemos llegado a identificar la pureza con la ausencia de sexo!¡La institución canoniza a curas, monjes y monjas, casi ningún casado/a y a nadie no católico!¿No hay santos fuera?

Nosotros mayoritariamente sentimos que tenemos un cuerpo, como tenemos una familia, o unos muebles..., pero no lo somos. Cuando el niño empieza a tomar conciencia de sí y de su derredor, ve cómo el cuerpo es fuente de placeres pero a la vez de enfermedades y dolores, ve que el cuerpo no para de fabricar “deshechos” que molestan mucho a los mayores, él no los entiende muy bien, nunca ha disociado al cuerpo de sí mismo, pero... Así cuando llega a la edad adulta ha terminado disociándose de su cuerpo. El cuerpo ha dejado de aparecer como “yo”, aparece como “mío” y por lo mismo está allende el límite a partir del cual percibo lo que soy “yo”. Sin embargo, la masa humana no tiene una clara idea al respecto, creo: Cuando se entierra a una “persona”, se dice han enterrado a “fulano”, nunca se dice (o no se suele decir) han enterrado el cadáver -cuerpo muerto- de “fulano”, aunque oficialmente se diga: “los restos de...serán incinerados, enterrados...”. Mas el hecho es que también la masa, al menos en buena parte, dice que tiene un cuerpo, “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero”, aunque este límite no aparezca tan diáfano como el de la piel. Sólo el bebé se siente cuerpo. Ponemos, pues, un nuevo límite que excluye lo anatómico del “yo”, el cuerpo. Aunque mi organismo físico sea mi interior, no lo es tanto como mi psique. Aparece el “ego”. Un nuevo límite, una nueva exclusión, sobre todo en la civilización occidental.

Aún ponemos un otro límite más, en este caso mucho más sutil. El hombre (ser humano) en su desarrollo también desde pequeño comienza a tener sentimientos que le agradan y otros que le desagradan, emociones que le gustan y otras que no le gustan y poco a poco va introduciendo una nueva separación en su yo. Aliena o reprime aquellos aspectos de su yo que no le gustan, quizás porque no gusten a sus papás, a los mayores... y lo hace en función del superego, de la educación recibida. Los aliena y proyecta. Se crea la persona (hipóstasis = máscara, apariencia que a la vez vela y muestra).

El hombre en su desarrollo va siempre seleccionando. Va dejando aparte las cosas para quedarse en su piel, luego deja a un lado su cuerpo que le causa muchos disgustos (dolor, enfermedades físicas, tener que ir al lavabo...) y se queda con su ego. Pero a su “ego” lo construye con los sentimientos y emociones internas que le resultan agradables, al resto (agresividad, violencia, afán de poder, soberbia...) las aparca también. Se construye la “sombra”, el yo se identifica sólo con una parte de su psique, la "persona", y por lo tanto todo aquello que no le agrada, la “sombra”, es proyectado hacia fuera de la persona, hacia fuera del “ego”, hacia fuera del límite, a lo que entendemos por “los otros o lo otro”. Encontramos ejemplos maravillosos de esto en los medios de comunicación, en los debates de las televisiones, en los discursos de los políticos, de la jerarquía, en nuestros pensamientos... En definitiva, el individuo se identifica con una imagen mental de sí, con la imagen mental de sí mismo que se ha autocreado: el ego. Y aún dentro del ego se identifica solamente con la persona, alienando a la sombra. “Yo” soy una parte de una parte de una parte de la Realidad, la parte que me gusta.

He transcrito en los comienzos de este texto unas palabras de Bucke que hablan de su experiencia extrasensorial y transpersonal. Experiencia que han tenido muchos místicos en la historia y cuya imagen plena es para mí Jesús Transfigurado (transfigurar=transcender, ir más allá de, la figura o persona) en el Tabor. En todas ellas hay un elemento común: una expansión del límite del “yo”, del límite entre lo que uno es y lo que no es. Cuando esta expansión llega hasta la identidad plena entre el “yo” y la “Realidad” se da lo que los psicólogos transpersonales llaman “conciencia de unidad”. Hay datos comprobados más que abundantes de la existencia de estas experiencias de expansión de los límites del “yo”.

¿Qué podemos concluir de lo dicho hasta aquí? Que son múltiples los niveles de identidad y por lo mismo que no podemos hablar de una sola identidad. Y como donde quiera que se dé una frontera, hay un posible conflicto, son muchos y variados los frentes de batalla que se pueden abrir para el “yo”. El extranjero-enemigo (Freud) podrá ser la sombra, o el cuerpo, o el medio ambiente... cuando un individuo pone un límite tras el cual no está su yo, se está parapetando frente a..., está perfilando las batallas de su vida. No olvidemos que cuanto más cerradas sean las fronteras más fácilmente veremos a cualquier extraño como enemigo.

La evolución de la conciencia, su desarrollo, es un ensanchamiento, es una apertura, una ampliación de los límites que el “yo” se ha impuesto, tanto de los externos -aumentando la perspectiva-, como de los internos -ahondando en ellos, dándoles profundidad-. Cuanto más alto sube el nivel de conciencia, más amplia es la visión que se tiene, cuánto más se profundiza en lo interior, mayor es la ampliación de los límites, más lejos quedan, hasta que desaparecen. Y en este ascenso, poco a poco nuestro abrazo se hace más grande, nuestro amor más profundo, y nos vamos identificando con nuestra familia..., con nuestro pueblo..., con la humanidad..., con todos los seres sensibles..., con todo el mundo conocido..., con la Realidad de la que en nuestro “yo” somos manifestación temporal y con la que nuestro “YO” se identifica.

Siento las cadenas de un lenguaje dual, que no puede decir lo que ES, sino sólo señalar hacia lo que ES.

En la segunda parte de este tema quiero reflexionar sobre la (falsa) sensación de identidad separada que tenemos, sensación a la que Alan Watts llama el gran tabú de la humanidad.

José A. Carmona

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