viernes, 1 de agosto de 2014

DOBLE FUNCIÓN DE LA ESPIRITUALIDAD O RELIGIÓN




Ahora, y con muchísima frecuencia, la humanidad ha navegado por la superficie de la espiritualidad. ¿Por qué cuando analizamos en profundidad el cristianismo, el budismo,... o cualquier otra forma de espiritualidad, no nos vamos transformando a su vez?
En el discurso espiritual de Occidente, la superficialidad parece invadir la investigación espiritual, dice Blacker. Resulta lamentable que la trasmisión de las tradiciones místicas de Oriente..., o de cualquier otra, achate su profundidad y desperdicie de esa manera su revolucionaria capacidad de transformación. Hemos de investigar el porqué de esta disolución.

Creo que en verdad estamos viviendo una verdadera crisis de espiritualidad.


ESPIRITUALIDAD CONSOLADORA O ESPIRITUALIDAD TRANSFORMADORA.

Nuestra cultura occidental está pretendiendo señalar en muchas ocasiones con un tinte despectivo la palabra religión, algo que no es frecuente con la espiritualidad. Y lo hacen porque, pienso, no han reflexionado en profundidad sobre el pasado religioso de la humanidad que fue mítico, mágico, de participación tribal, como lo fueron igualmente todas las formas culturales de dichas épocas, porque la conciencia humana se ha ido desarrollando en esos niveles. Fue mítica cuando el hombre, por el nivel de su conciencia, no podía descubrir más que una realidad mítica que conformara su visión del universo, como en todas las demás cosas. Mágica por las mismas razones...
Utilizo, pues, ambas palabras como lo que son, sinónimas.

La religión cumple con dos funciones muy importantes, no es necesario más que abrir los ojos para saberlo. Por una parte intenta dar sentido a esta sensación de identidad separada como nos llamamos y sentimos (falsamente): yo soy yo, separado y distinto del resto de la creación y de la humanidad, un ego entre muchos otros egos. Para ello, crea mitos, historias, narraciones, cuantos, ritos... que ayudan al yo separado a soportar (aguantar), encontrando algo de sentido, los disparos con que nos acribilla la suerte (la vida)la diosa fortuna”. Evidentemente esta función no nos ayuda a superar esa falsa sensación de identidad, a superar al yo separado. Nos proporciona consuelo, pero no nos libera de la identidad “ego”. En todo caso la afianza más.

Pero la religión también cumple, aunque de forma muy minoritaria, con la función de liberar al yo separado de su falsa sensación, de transformarlo. No sólo no Ayuda al yo separado, sino que lo destruye, no le proporciona consuelo sino vacío y ruptura, desolación. No apoya esa conciencia que tenemos la inmensa mayoría sino que va dirigida a su transformación profunda.

A la primera de estas funciones se la suele llamar de traslación o traducción. Es un movimiento horizontal que no pretende cambiar el nivel, el piso en el que mora nuestra conciencia, sino mover los muebles dentro de él, cambiar la cama, la mesa, las sillas de lugar y no subirlas al piso de arriba. A la segunda se la suele llamar de transformación. Es un movimiento de ascenso, vertical que apunta a la transcendencia del yo (o si queremos lo podemos llamar de profundidad, depende desde dónde miremos).

La traslación o traducción facilita, da al yo un nuevo modo de pensar, de sentir sobre la realidad, presentándole una nueva creencia que le abre nuevas perspectivas. Le enseña a traducir su mundo de una nueva manera en función de su nueva creencia, de su nuevo paradigma. Traducción que puede ser maravillosa y que atenúe el temor que siempre acompaña a la sensación de identidad separada (de yo separado).

La transformación desafía, destroza, desmantela la traslación misma. Con la traslación el sujeto dispone de un nuevo punto de vista sobre el mundo, con la transformación el sujeto es él mismo el que es puesto en entredicho y desmantelado, destruido.

La verdadera transformación no es una mera cuestión de creencias, sino que se trata de la muerte del creyente. Es ajena a cualquier intento de traducir de otra manera el mundo, sólo se centra en el mismo yo, en su transformación. No tiene nada que ver con el consuelo sino con la búsqueda del Absoluto que se halla más allá de la sensación de separación.

La traslación, que es hoy por hoy la prevalente con mucho, el yo sigue en su contracción, en su sensación de identidad separada, contento con su propia esclavitud e ignorante del tremendo terror que permanece en su misma esencia. La traslación permite que el yo se lance a la pesadilla del mundo y lo provee de una cierta dosis de sedante que le facilite su encuentro con él (con el sansara). Esta es la situación en la que se encuentra la mayor parte religiosa de la humanidad.

Por más que podamos desear ir más allá de la traslación, por más que queramos emprender una verdadera transformación, dicha traslación seguirá siendo indispensable. Si no somos capaces de traducir los sinsabores de la vida, no solamente no seremos profundamente religiosos, sino que caeremos en una neurosis sin encontrar sentido a la vida. Y eso no es una trascendencia, sino un retroceso, un paso atrás, un desastre.

Lo que ocurre, antes o después, en el proceso de nuestro desarrollo es que llega un momento en el que la traducción o traslación deja de servir. Y en ese momento el único camino posible es el de la transcendencia. El camino no es encontrar una nueva creencia, sino transcenderla y fundirse en el Absoluto. Pero son y han sido muy pocos los dispuestos a este salto. Recordemos a Jesús sólo muriendo en la cruz y llamando a su Padre al que no encuentra, sintiéndose abandonado.

A la mayoría presta un buen servicio la función consoladora de la religión de traducción.


José A. Carmona Brea

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