miércoles, 23 de septiembre de 2009

Miedo existencial a la muerte... 3ª Parte

Miedo existencial a la muerte, símbolos de inmortalidad y trascendencia de la misma haciéndonos uno con el Misterio (Resurrección hic et nunc: disolución del yo en el Espíritu).

Tercera Parte

Etapa de la mente egoica o del yo racional (Siglos XVII-XVI a.C. hasta nuestros días)

Los datos de aproximación a las distintas etapas que hemos ido aportando en este escrito, son eso, burdas aproximaciones dadas con la finalidad de que podamos hacernos un ligera idea de cómo situar en el tiempo las diversas etapas. Ya sabemos que la diferencia de miles de años no tiene importancia, y más teniendo en cuenta las centenas de miles de años que llevan los homínidos y el hombre sobre la faz de la tierra. Y siempre hemos de contar con que las raíces de cualquier estructura de conciencia (arcaica, mágica, mítica...) suelen remontarse muchos miles de años antes del pleno florecimiento de la misma y que continúa ejerciendo su influencia mucho después del mismo. No hemos más que fijarnos en la influencia que la mente mágica (se vuelven a poner de moda los amuletos), y no digamos la mítica (toda la visión exotérica de las religiones, entre nosotros del catolicismo, que no ha salido de la mentalidad tribal-mezcla de mágica y mítica: pensemos en los ritos de difuntos, en el antiguo Dies irae. Igualmente las tribus urbanas que partiendo de Hispanoamérica están invadiendo todo Occidente, las corridas de toros...) siguen ejerciendo en nuestros días.

La etapa del yo racional se puede precisar algo más, pero poco. J. Gebser (que es mi pauta en este escrito) coloca el comienzo del período egoico (de la aparición del yo mental, de la persona, del individuo) en la aparición de la Ilíada. Otros autores opinan que no, pero todos vienen a coincidir que la aparición de un ego mental formado aparece en la Grecia de los siete sabios (Solón, Anamixandro, Pitágoras...) y dura hasta nuestros días. Gebser hace una bella descripción de la palabra con que empieza la Ilíada (Mênin 'aeide Zeá, Peleiadeos 'Ajileos) Mênin que viene de la raíz sánscrita men tiene una connotación claramente mental, y toda la Ilíada es “la evocación de una ceremonia llevada a cabo por un hombre (no por los dioses) en una sucesión ordenada de acontecimientos.” Ha aparecido el yo mental, comienza la historia.

No nos vamos a entretener en analizar el proceso evolutivo del yo mental, del ego racional, puede que nos baste saber la época del ego mental puede subdividirse en varias etapas según muchos eruditos,:

La primigenia, o período egoico inferior, que es anterior a la aparición del la Ilíada, comenzaría en torno al 2500 a.C. y llegaría hasta el 500 a.C., la época de Moisés, la Grecia de los sabios. Durante este período la conciencia egoica iría emergiendo del sustrato inconsciente, superando la mentalidad mítica promedio. Fue la época en que se comenzó a escribir el Antiguo Testamento de la Biblia (entre los siglos X al V antes de Cristo).

La media que situaríamos entre el siglo VI a.C. y el Renacimiento, cuajada de grandes místicos (los axiales: Platón, Buda, JESÚS, Plotino, Mahoma, Nagaryuna, Eckhart, Francisco de Asís...) y de grandes genios.

La etapa actual que partiendo desde el Renacimiento llega hasta nosotros, que nos hallamos en pleno período egoico superior, cargada con genios individuales que cambiaron para siempre la faz de la tierra desde Galileo a Einstein, y místicos que han deslumbrado a la humanidad desde Juan de la Cruz o Lutero hasta Ramana Maharsi.

Es la época de la aparición del héroe individual, que vence a la Gran Madre y a sus consortes que no es sino el ego racional que se impone a los mitos que durante miles de años han dominado la conciencia humana. Se da por entendido que nos referimos al mito en el sentido exotérico o superficial del término, que es el sentido que entiende la inmensa mayoría de la humanidad existente, y nunca en el esotérico o profundo, que exige una excelencia de conciencia que ha de subir en la escala de niveles hacia la Unidad.

“El instinto y la tradición dejaron de servir para encauzar la conducta del hombre, y el ser humano perdió la certeza y la seguridad con respecto a lo que hacía y con respecto a sí mismo” dice Whyte hablando de la crisis de la conciencia mítica. La estructura anterior de conciencia había demostrado su insuficiencia y poco a poco se fue gestando la erupción del héroe: del yo mental, que vencía los estados anteriores.

Tampoco voy a entretenerme en un estudio sobre la aparición y desarrollo posterior de este ego racional, que pensamos, en nuestra cultura, que es la etapa más alta posible de la conciencia humana: ya no podemos llegar a más, cuando esto es totalmente erróneo. ¿Por qué se va a parar la evolución de la conciencia en nosotros? ¿Qué creemos que somos? ¿Acaso no ha habido a lo largo de todo el desarrollo de la conciencia gente que superó los niveles de conciencia promedio? ¿No tenemos miles de casos de sabios y místicos que han superado y con creces esta etapa egoico-racional? Los estudiosos apuntan a niveles más altos, ya alcanzados y no sólo por los místicos axiales, sino por todos los místicos y grandes sabios de la historia y de la prehistoria. Por encima de esta conciencia egoica está el nivel intuitivo aperspectival, el psíquico, el sutil, el causal, el no-dual... lo Divino.

Pero nuestra intención es analizar los sustitutos de inmortalidad que cada forma o nivel de conciencia va asumiendo en su época, para luchar contra la constante amenaza de Thanatos, contra el miedo existencial a la muerte, que es un miedo real en el mundo manifiesto, porque tememos caer en la cuenta de que realmente estamos en el mundo no manifiesto también, que el manifiesto es el relativo, el polar, el del bien y el mal, que el no-manifiesto es el inalterable, sin tiempo, sin evolución, sin futuro ni pasado... pero caer en la cuenta para la humanidad promedio supone morir, la destrucción de la apariencia de identidad con la que nos hemos identificado (en mi caso José Antonio Carmona). Y esta destrucción que conlleva la disolución de cuerpo (y alma) y que vemos muy clara en un futuro (cercano o lejano) nos da pánico, como afirmaba Unamuno y con razón desde la perspectiva del tiempo y de la polaridad.
Hemos de decir que dichos sustitutos de inmortalidad no son ni buenos, ni malos (sería otra cuestión a tratar esta de la polaridad), nos prestan un servicio en esta existencia temporal, pero hemos de ser conscientes de eso mismo, de que se trata de una existencia temporal y que los sustitutos temporales son eso meros sustitutos y meramente temporales. ¿Estamos dispuestos a abrirnos a la Realidad, a lo No Temporal, a la Totalidad, a lo Divino (para los cristianos a lo Crítico)?

El primer sustituto que crea la mente egoica es el pensamiento: “

El pensamiento se convierte en dios, en la principal fuente de inspiración del hombre. De este modo, la sensación de identidad, en su huida de la muerte, de Thanatos, abandonó el cuerpo (demasiado mortal) y buscó asilo en el mundo sustitutorio del pensamiento en el que hoy todavía seguimos, por así decirlo, ocultos.” (Whyte).

Estamos en un nivel en el que hemos aprendido a utilizar el pensamiento para transcender el cuerpo (y lo hacemos sin esfuerzo) pero todavía no sabemos servirnos de la conciencia para transcender el pensamiento. ¿Será el próximo paso evolutivo de los humanos?

El segundo sustituto es la creación de un nuevo tiempo, lineal: histórico, interminable (no nos planteamos su final aunque lo tenga), con una finalidad, con una intencionalidad, no estacional o cíclico como en la época mítica, aquel tiempo sumido en el mito del eterno retorno, un tiempo que no se dirigía hacia ningún lugar (Campbell). Aún no había aparecido la historia, pues su conciencia quedaba satisfecha con un mundo circular.

En cambio hacia el 1300 a.C. aparecen crónicas históricas, y Herodoto, padre de la historia, vive en el siglo V a.C. La reflexión sobre lo acontecido es el paradigma del pensamiento reflexivo general. Y la reflexión sobre lo acontecido y la misma reflexión en general es algo muy bueno. Pero el tener un tiempo sin límites (concretos) impulsa el apetito desatado de poder y de acumula, porque tendemos a actuar como si el tiempo no fuera a acabar. En el mundo circular no cabía el acumular, pues todo había de empezar de nuevo, pero en el tiempo lineal, el tiempo sin límites incita las actitudes de avaricia, de ambición sin que éstas puedan ser nunca satisfechas.

El ego heroico se figura que puede llegar a dominar el futuro. Egoísmo en el que seguimos atrapados hoy y que inunda la mente promedio de este siglo XXI. El hombre actual se esconde detrás de este nuevo tiempo histórico, para no darse cuenta de que la Conciencia es nuestro auténtico destino, que todo se dirige solamente hacia un lugar: hacia la Totalidad, no hacia otros fines. El cientifismo y la mentalidad empírica sensitiva ha siglos que determinaron que no existía ninguna otra Realidad fuera de lo que era su objetivo, así que preguntar por esa Realidad no sensitiva era un infantilismo, un resto arcaico de una menta mágica o mítica.

Señalamos también como sustituto de inmortalidad “la deformación radical del ego humano y del cuerpo humano” (Brown). Al ir surgiendo el yo mental se ha ido separando del cuerpo humano, y ha terminado disociándose de modo que en el hombre se reprima el cuerpo hasta límites impensables, ¡llegando a hacerlo enemigo del alma!
Al comienzo de esta época egoico-mental el crecimiento de la conciencia le permitió al hombre transcender las fronteras físicas del cuerpo y a la vez se enfrentó a una comprensión más lúcida de la muerte, y para huir de ésta el yo mental se disoció (no sólo se diferenció), se separó del cuerpo, al que veía como impermanente y corruptible, en cambio a la mente (el alma) la veía como incorruptible. Con esta disociación lo que ha hecho es destrozar al hombre, un yo mental sin un yo corporal no es un hombre. El ego desvitalizó el organismo y sus energías, reprimió y deformó el cuerpo, con lo que deformó, como se ha dicho, lo humano, creó el divorcio entre el alma y el cuerpo, mecanizando a éste. Y en esta visión del hombre se instala el actual pensamiento racional, científico y de dogma y moral católicas.

La disociación entre el ego racional y el cuerpo terminó creando un cuerpo mecánico frente a aquel. A este respecto dice O.N. Brown, citado por Wilber:

“En esta naturaleza humana deshumanizada el hombre pierde el contacto con su propio cuerpo, más concretamente con sus sentidos, con la sensualidad y el principio del placer. Y esta naturaleza humana deshumanizada produce una conciencia inhumana cuya única actividad es la abstracción divorciada de la vida real, la mente productiva, la mente racional...”


Este cuerpo reprimido sirvió también de símbolo de inmortalidad, porque él muere pero no el principio racional, el alma.

Con la aparición del ego mental aparece también en la historia la presencia del padre y con él el fenómeno del patriarcado. Es totalmente cierto que en la aparición y consolidación de este patriarcado influyen multitud de factores tanto naturales como patológicos (de dominio). Se trata de un fenómeno universal mantenido durante los últimos milenios y que en parte, al menos, es debido a una desviación de la emergencia de un ego mental enfermo.

Cuanto más evolucionada y formada está una persona más claro tiene el equilibrio entre los polos masculino y femenino, en cambio los individuos menos desarrollados (actuales) exhiben manifiestamente los rasgos estereotípicos propios de su sexo. Llegada la plenitud del desarrollo “no habrá varón ni mujer, sino que seremos todos uno en Cristo” afirma Pablo de Tarso.

De hecho, si consideramos todas las culturas históricas, vemos que los padres aparecen como portadores de la ley, el orden, la autoridad, las relaciones sociales y esto es así tanto en los más primitivos tabúes como en los más modernos sistemas jurídicos. En cambio la mujer, la madre, en parte por su propia biología está más ligada a la naturaleza. Sin embargo, esto no es óbice para que tanto en la mujer como en el varón pueda desarrollarse un yo mental pleno y satisfactorio.

Una de las causas no natural que determinó fuertemente la aparición del patriarcado prepotente, que ha dominado la tierra durante el período histórico, ha sido la represión de la mujer. La causa no ha sido verdaderamente su naturaleza constitutiva, sino la función que se le fue asignando desde la aparición del arado en la agricultura (Para clavar el arado hacía falta la fuerza física del varón, una mujer, embarazada
sobre todo, no podía): parir y cuidar los hijos en la casa. Siglos más tarde, siguiendo esta línea apareció una norma religiosa que ha influido y sigue haciéndolo de forma terriblemente represora contra la mujer en la cultura cristiana: “mulier in ecclesia taceat”(la mujer calle en la iglesia). Y lo peor de todo es que los patriarcas prepotentes afirman que esta orden viene de lo Alto. ¡Confundir su propia soberbia con el deseo Divino! En un nivel inconsciente en la opresión de la mujer, en la marginación de lo femenino de toda la esfera de lo social, del ágora, de los negocios (hoy sigue discriminada en los salarios), del intercambio mental ha influido notablemente la disociación entre alma y cuerpo. El alma es el héroe mental, el principio inmortal, elevado a los cielos, capaz de pensar, razonar, ser lógico, asociado al varón y el cuerpo pegado a la tierra, manifestación de la naturaleza (biología), cargado de pasiones, placeres y dolores (visión patológica, pero histórica) asociado a la mujer. Recuerdo que cuando yo era niño, hará unos sesenta años (nada en comparación de los miles de la historia) me comentaba un rico hacendado de mi pueblo: “Me han dicho en el colegio que mi hija vale para estudiar. Pero ¿para qué va a estudiar? Lo que tiene que hacer es aprender a quitar mierda de la casa y de los hermanos”.

¡El cuerpo se sentía (y siente) como amenaza para el desarrollo! ¡La ascética cristiana! No tenemos un cuerpo, sino que somos un cuerpo, como dice Dürckheim, un cuerpo que es a la vez alma o psique y espíritu, no tres cosas unidas sino una sola realidad, el hombre, que las integra, como el agua, sacando una similitud del mundo químico, no es hidrógeno unido al oxígeno, sino una realidad distinta a ambos que las integra, o el fuego que no es carburante y oxígeno, sino una realidad distinta que las integra a ambas.

Y la figura del padre va a prestar un gran servicio al ego racional en su búsqueda de sustitutos de inmortalidad. (No tratamos de los muchos aspectos positivos que la presencia del padre ha aportado a la evolución de la conciencia porque no es el tema de este escrito).

“La organización de la sociedad llegó a centrarse en la familia patriarcal bajo la protección legal del estado. Fue en esa época cuando la paternidad biológica llegó a tener una importancia dominante debido a que se convirtió en la forma universal de asegurar la inmortalidad personal.” (Becker. La lucha contra el mal).

El patriarcado se convirtió en un nuevo símbolo de inmortalidad biológica. El padre permanecía vivo en el tiempo aún después de muerto, pues permanecía en los hijos, su semilla. Peor, no solamente en la vida de los hijos, sino también en la herencia que les legaba. La voluntad del muerto, manifestada en el testamento, en la herencia afirmaba una existencia póstuma del individuo y su voluntad entre sus herederos, su personalidad legal se transmitía intacta a sus herederos en los que pervivía. Esta ley de la herencia fue totalmente apoyada por el ius romanum.
Era una forma de transcender la muerte. Así que tanto el patriarcado biológico como el legal, refrendado por el estado, fueron símbolos sustitutos de inmortalidad.

El varón, el padre, tenía ya muchos símbolos de inmortalidad: no sólo el dinero, los bienes... que eran objetos que le pertenecían, sino también la familia (del latín famulus=esclavo), los hijos, los herederos que eran sujetos que le pertenecían, eran su propiedad. Para conocer hasta donde se extendía la propiedad del padre sobre los hijos, no digamos ya sobre la la mujer, bástenos recordar el relato del sacrificio de Isaac (Gen. 22), que tan conocido es en nuestra cultura abrahámica. Al margen de que el relato sea histórico o no, se trata de la expresión de una cultura que se apoyaba en Yahveh.


Así el proyecto de inmortalidad se creó sobre el ego masculino (paterfamilias), sobre el Adán promedio, y dejó a la mujer relegada en casa, sin propiedades, sin hijos, sin acceso al foro social, sin poder heredar, ni votar... Ella no tenía proyecto de inmortalidad, y ya sabemos que incluso entre muchos pensadores cristianos se le negó hasta el alma.

Por supuesto que siguieron en pleno auge los símbolos de inmortalidad de las mentalidades anteriores, aumentados dichos símbolos con la fuerza del pensamiento racional. En este sentido podríamos ver lo que la cultura racional ha hecho con la muerte, con la Vida eterna a la que ha sustituido en muchas personas por otros sustitutos, como la ciencia, ir alargando la presencia del hombre sobre esta tierra (algo que con la visión del mundo relativo manifiesto es algo muy bueno), el olvido de que aquí no tenemos estancia permanente, que nos dice el evangelio, o que todo es perecedero, impermanente salvo la impermanencia, como dice Buda. La cultura en líneas generales ha apartado la finitud de nuestra vida de la vista de los hombres.

Y en nuestra cultura occidental, llamada cristiana, existe una práctica religiosa, o no, de las exequias que aparecen como claro sustituto de inmortalidad, tratando de acallar la terrible voz de nuestro ser que nos enfrenta directamente a la muerte con placebos que poco o nada tienen que ver con Jesucristo, y sí mucho con una cultura que aún no ha salido de sus raíces agrarias y míticas (es evidente que siempre que hablo de mito, mítico me estoy refiriendo al sentido exotérico del mismo, nunca al esotérico en el que vivieron y viven los místicos, y más ninguno Jesús de Nazaret).

Una lectura desapasionada del ritual de difuntos de la institución católica nos puede llevar a muchas conclusiones, por supuesto no todas ellas válidas, pero sí que se recibe una impresión general de que las exequias tiene una falta de visión total de lo que es Eternidad, pues constantemente están hablando del futuro: “Dales, Señor, el descanso eterno...” “Dales” es una petición, por tanto es algo que aún no se ha conseguido, sino que se espera conseguir (nada de resucitar hoy y aquí). Y así en todas las oraciones de los funerales. El sentido del tiempo está impregnando las palabras y gestos de estas exequias, cuando está queriendo hablar del no-tiempo. Los conceptos e imágenes que se utilizan pertenecen a la época mítica: Dios como padre (no como Padre), la presencia de los ángeles, el alma liberada del cuerpo, el consuelo de la futura inmortalidad, el sentido puramente carnal de la resurrección, la oración de petición, el sentido satisfactorio (mérito) de la muerte de Cristo, la apelación a la misericordia divina, la constante oración de petición, la invocación de María y los santos como intercesores, la vida para siempre...

En modo alguno afirmo que todo esto no tenga su valor para la conciencia humana promedio de mucha gente, sólo afirmo que todas estas expresiones no superan una mentalidad que una gran parte de la humanidad ya ha superado, y sobre todo, que buena parte de la religiosidad contenida en estas exequias poco tiene que ver con la religiosidad vertical, la que nos trae Jesús y nos muestran la Bienaventuranzas, religiosidad que nos impulsa hacia niveles cada vez más altos de Conciencia, de Amor, de Unidad, de salir del individuo para ser Ser, Persona en su sentido más constitutivo: relación de fusión, de identidad en la Totalidad. Sirven, como mucho, para un consuelo horizontal, para buscar una actitud de conformismo con la muerte apoyada en una serie de visiones medievales, pero en modo alguno elevan el espíritu hacia una visión de altura en la que el espíritu tome más conciencia de que la Plenitud ni está en el futuro, ni en la inmortalidad el alma, ni en venerar, mucho menos pedir, a un Dios que está fuera de nosotros, y todo ello aderezado de mitos y gestos exotéricos totalmente desfasados. La Plenitud es la que nos proclama la Resurrección, la Unidad de todo cuanto es y no-es en un Absoluto atemporal, en un Cristo que dejó la individualidad del Nazareno por su muerte y apareció (a nuestros ojos) como Amor Universal en el que todos estamos fundidos, aunque en buena medida, no seamos conscientes de ello.

He hecho una afirmación anteriormente que puede resultar escandalosa para muchas personas que se autodenominan cristianas. He dicho que la afirmación de Dios como padre (no Padre) pertenece a una visión agraria de la conciencia humana. Y resulta que Jesús llama a Yahveh “Abba” papá. Dejo al margen el problema que con respecto a esta denominación de Dios se puede plantear en una visión teonómica del cristianismo, como es la que van aventurando los “sabios” (que no son los conocedores, sino los que experimentan al Ser en profundidad). Es totalmente cierto que Jesús y muchos místicos de toda la historia (de visión heterónoma) llaman a Dios, o a lo Divino, “Padre” pero siempre lo hicieron dentro de la experiencia de lo transcendente que embargaba sus vidas, profunda experiencia sutil o de más alto nivel, de la que carece totalmente la mentalidad promedio de nuestra época y al carecer de la misma utiliza la misma palabra pero sin su densidad transcendente-inmanente. Hablan pero no saben de lo que hablan porque no lo han experimentado, y utilizan la palabra padre como figura autoritaria o incluso amorosa, pero falta totalmente de profundidad, de experiencia esotérica en la que el espíritu (que somos) palpa su comunión con lo Divino. En las exequias se utiliza la palabra padre con un sentido totalmente exotérico, superficial, como aquel al que hay que suplicarle, aquel que tiene el poder y que está separado.
“No debe extrañarnos que, durante este período (racional primero y medio) los rituales culturales y las actividades religiosas exotéricas fueran dirigidas hacia “dios padre”... la gran imagen fetichista de un padre que podía prometer (pero no ofrecer) la liberación de la culpa, de la mortalidad y de la existencia separada.” Dice Wilber hablando de la aparición de la figura paterna en la historia y del uso de la palabra padre referida a lo Divino.

Resumimos ya las formas de luchar contra la presencia de la muerte en la vida de los hombres de la época racional.

Además de las de las época anteriores, potenciadas por el ego racional que emergió del substrato inconsciente...

La aparición del pensamiento, del mundo conceptual.
El tiempo lineal o histórico.
La disociación entre los elementos del hombre: cuerpo y alma.
La inmortalidad del alma.
El cuerpo reprimido.
La aparición del padre, centro de la familia.
La herencia.
La cultura científica.
La cultura de los rituales católicos.

Hasta aquí este somero análisis de los sustitutos de inmortalidad. Pero, ¿Hemos de quedarnos aquí? ¿Qué camino han seguido los místicos para transcender este miedo y esta muerte, este final del tiempo?
Transcendemos la muerte al caer en la cuenta de que somos Unidad, no entidad separada. En lenguaje cristiano decimos que la Resurrección aquí y ahora, está fuera del tiempo.

No voy a insistir en ninguna doctrina de tipo confesional, solamente haré una referencia al cristianismo. Ya he publicado en este mismo blog mi visión cristiana de la teonomía y la resurrección. Ahora quiero exponer unas ideas que proceden de las experiencias de los místicos, sin atenerme, como he dicho, a ninguna institución, sino sólo a las líneas fundamentales de la llamada Filosofía Perenne, experiencias que nos hacen vislumbrar en esta época de la racionalidad y de la transracionalidad una verdadera dimensión vital más allá de todos los mitos (en sentido exotérico), magias y negaciones que han ido poblando la conciencia humana en su evolución como paliativos a la muerte.

La modalidad de conciencia ligada al tiempo, o sea, nuestra conciencia de entidad separada, de nacimiento y muerte está profundamente enraizada en el psiquismo humano. Es más, hay identidad entre el hecho del nacimiento y de la muerte con el de conciencia de identidad separada. Ya hemos dicho que el autoidentificarse como ser separado por sí mismo conlleva el miedo al otro (no te percibes como Uno, sino como “yo frente a” y la muerte en este caso siempre aparece como la destrucción más que posible, segura, del yo). Caer en la cuenta de esto, de que nos identificamos con la conciencia de una falsedad (ser separado) es resucitar hoy y aquí, es vivir la Vida eterna, atemporal, que no tiene futuro. Cuando caemos en la cuenta de que no somos un ser separado, sino una persona en sentido óntico, y por consiguiente, nos damos cuenta de que somos lo que somos en esencia, Totalidad. Y Totalidad es todo, es materia, es biología, es carne, es psique, es espíritu, es Ser y no-Ser, es Nada, abarca todos los contrarios y los integra en la Unidad del Ser. Es apariencia y Realidad, es el mundo manifiesto y el no-manifiesto. No es tiempo ni es espacio porque los abraza e integra a ambos, a la vez que los transciende. Es, podríamos decir, la Simplicidad, la Eternidad. Aunque todo cuanto podamos decir sobre la Totalidad es puro humo, no podemos para referirnos a Ella sino señalarla con el dedo de nuestro lenguaje, pero conscientes de que el lenguaje no es la Totalidad, aunque lo es y lo es en su totalidad pues en ella no hay partes. Necesariamente hemos de usar el lenguaje contradictorio, oximorónico, porque en la Totalidad no hay contradicción, aunque la abarque.

Cuando (nuestro) sentido de identidad se deriva directamente del Ser y no nos vemos como entidad separada, cuando nos liberamos del devenir como necesidad psicológica, nos liberamos de todo miedo, nos liberamos del miedo existencial a la muerte, porque no buscamos la permanencia donde no está (en el mundo del nacimiento y de la muerte, de la pérdida y del éxito). Entonces sabes que “nada real puede ser amenazado”. Cuándo éste sea nuestro estado de Ser, hemos resucitado. Y este paso hay que darlo en vida en el cuerpo y el alma mortales y con ello la misma experiencia de pasar por el aro de la muerte cambia totalmente de sentido. Es simplemente el final de una ilusión, de la ilusión del yo separado, del tiempo y del espacio, ilusión tan fuerte en (nuestra) la conciencia que se identifica con ella. Lo que hicieron los místicos con sus métodos espirituales y meditativos de muchos años y su amor a los hombres y a todos los seres creados fue transcender esa ilusión y llegar a la Unión (con Cristo, Dios, Buda, Brahman, Alá, Yahveh...), así “cuando les llegó la hora de la muerte biológica, del final del tiempo, no murieron” puesto que ya habían muerto a la ilusión y resucitado a la común unión. O sea, simplemente se acabó la temporalidad, pero no entraron en la Eternidad, pues en la Eternidad no se entra, en la Eternidad somos y nunca hemos dejado de ser.

Por supuesto que negar la muerte, negar su existencia en este mundo de lo relativo, es estúpido. Es cierto, a mi entender, lo que afirmaba Unamuno de que es la destrucción de mi yo, pero mi yo es una sensación falsa con la que me identifico y por eso me aterra su destrucción.

No creo que se trate de dar un salto hacia la eternidad, en la eternidad no se puede entrar, como acabo de decir. Si se pudiera entrar, tendría un principio y por lo tanto no sería eternidad, sino tiempo. En la eternidad ya estamos, eternidad ya somos, el tiempo no es sino la cáscara que cubre esa dimensión profunda del Espíritu del que en nuestra apariencia temporal no somos sino manifestaciones, pero, es sólo eso apariencia. Nunca hemos dejado de ser Espíritu, nunca hemos abandonado la casa del Padre, de la que nos habla el salmo bíblico, nunca hemos dejado de ser Cuerpo Real de Cristo. La muerte es semejante a la ruptura de la cáscara.

¿Es, pues, nuestra vida en el tiempo un caminar hacia un punto Omega, hacia un punto final que podríamos llamar Resurrección? Para responder a esta pregunta quiero traer a colación unas palabras de Wilber, extraídas de un artículo suyo titulado: ¿Avanzamos hacia Omega?

“...Es necesaria cierta evolución para poder terminar saliendo de ella, saliendo del tiempo y adentrándonos en lo atemporal, en el conmocionante reconocimiento de nuestro yo auténtico, el yo anterior al Big Bang, el Yo completamente ajeno al mundo del tiempo, eternamente resplandeciente en este y en todo momento, el yo que no se ve afectado por los estragos del tiempo y la enfermedad del movimiento en el espacio. Nuestra conciencia primordial no radica en ningún punto omega sino en la vacuidad de la que todo emana, resplandeciendo en todas direcciones pero englobando, a la vez, todo tiempo y todo espacio por el sencillo motivo de que la eternidad está enamorada de las producciones del tiempo y el infinito de las del espacio.
… El juego finaliza con ese atisbo primordial en que lo único que perdura es el resplandor...”

Todas las formas (la vida terrenal y la muerte) son impermanentes, no son ni buenas ni malas, esto es un juicio de nuestra mente, simplemente son. Y lo único Real es la Totalidad.

Nota:
Con lo dicho a lo largo de este artículo puede ser que alguien pueda pensar que yo creo que los sacramentos cristianos, y en particular la eucaristía, sean invenciones mágico-míticas de nuestra conciencia ilusoria de identidad separada. Por ello quiero añadir esta nota aclaratoria.

Ciertamente que en el núcleo del ritual de los sacramentos podemos no encontrar nada que no pertenezca a las profundas raíces de la conciencia primordial, como en otras formas rituales de cualquier forma religiosa elaborada por los hombres (lo son todas, por supuesto), pero...
Cualquier sacramento religioso puede ser utilizado de forma exotérica, como he avanzado ya varias veces en este artículo, (en cuyo caso quien lo entienda así parece verse movilizado por la dinámica psicológica promedio, a la que se encarga de reforzar, tomando “el rábano por las hojas”, utilizándolos como certificado de garantía de “salvación” después de la muerte) y de forma esotérica (transcendiendo la mentalidad promedio y abriendo camino a impulsos auténticamente supraconscientes con los que vamos desidentificándonos de nuestro pequeño yo).
Un determinado rito, o ceremonia, puede actuar como símbolo (en cuyo caso se refiere a niveles de identidad y realidad superiores, sutil, causal, no dual...) o como mero signo (en cuyo caso ratifica y consolida el nivel de realidad mundano, la garantía de “gracia”, de “salvación”). El símbolo te pone en camino de una verdadera transformación, de una metanoya que exige de ti una ascensión en el nivel de conciencia en el que te halles, en cambio el signo no te pide ninguna transformación, simplemente te ayuda a adecuarte más con tu nivel de conciencia, puede ser una llamada a una mayor adecuación con las normas (mandamientos de la iglesia, la muy mal llamada “ley de Dios, o diez mandamientos”); un ejemplo nos puede iluminar bastante: en un bloque de ocho pisos el símbolo te está pidiendo que subas por las escaleras a un piso más alto, o a más de uno, el signo simplemente te está pidiendo, si es que lo pide, que cambies de lugar tus muebles sin subir más arriba. Por tanto, según el estado psicológico del individuo que los experimenta y de su grado de comprensión, el mismo rito, el mismo mito pueden desempeñar funciones muy diferentes. En esta línea, la misa católica para unos pocos es realmente simbólica y transformadora, pero para la mayoría de los cristianos no es sino un signo de la expectativa de inmortalidad del yo separado. La oración para unos pocos es contemplación, para la inmensa mayoría: petición.

José A. Carmona

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