Ahora,
y con muchísima frecuencia, la humanidad ha navegado por la
superficie de la espiritualidad. ¿Por qué cuando analizamos en
profundidad el cristianismo, el budismo,... o cualquier otra forma de
espiritualidad, no nos vamos transformando a su vez?
En
el discurso espiritual de Occidente, la superficialidad parece
invadir la investigación espiritual, dice Blacker. Resulta
lamentable que la trasmisión de las tradiciones místicas de
Oriente..., o de cualquier otra, achate su profundidad y desperdicie
de esa manera su revolucionaria capacidad de transformación. Hemos
de investigar el porqué de esta disolución.
Creo
que en verdad estamos viviendo una verdadera crisis de
espiritualidad.
ESPIRITUALIDAD
CONSOLADORA O ESPIRITUALIDAD TRANSFORMADORA.
Nuestra
cultura occidental está pretendiendo señalar en muchas ocasiones
con un tinte despectivo la palabra religión, algo que no es
frecuente con la espiritualidad. Y lo hacen porque, pienso, no han
reflexionado en profundidad sobre el pasado religioso de la humanidad
que fue mítico, mágico, de participación tribal, como lo fueron
igualmente todas las formas culturales de dichas épocas, porque la
conciencia humana se ha ido desarrollando en esos niveles. Fue mítica
cuando el hombre, por el nivel de su conciencia, no podía descubrir
más que una realidad mítica que conformara su visión del universo,
como en todas las demás cosas.
Mágica por las mismas
razones...
Utilizo,
pues, ambas palabras como lo que son, sinónimas.
La
religión cumple con dos funciones muy importantes, no es necesario
más que abrir los ojos para saberlo. Por una parte intenta dar
sentido a esta sensación de identidad separada como
nos llamamos y sentimos (falsamente): yo
soy yo, separado y distinto del resto de la creación y de la
humanidad, un ego entre muchos otros egos.
Para ello, crea mitos,
historias, narraciones, cuantos, ritos... que ayudan al yo separado a
soportar (aguantar), encontrando algo de sentido, los disparos con
que nos acribilla la suerte (la vida)
“la diosa fortuna”.
Evidentemente esta función no nos ayuda a superar esa falsa
sensación de identidad, a superar al yo separado. Nos proporciona
consuelo, pero no nos libera de la identidad “ego”. En
todo caso la afianza más.
Pero la religión también
cumple, aunque de forma muy minoritaria, con la función de liberar
al yo separado de su falsa sensación, de transformarlo. No sólo no
Ayuda al yo separado, sino que lo destruye, no le proporciona
consuelo sino vacío y ruptura, desolación. No apoya esa conciencia
que tenemos la inmensa mayoría sino que va dirigida a su
transformación profunda.
A la primera de estas
funciones se la suele llamar de traslación o traducción. Es un
movimiento horizontal que no pretende cambiar el nivel, el piso en el
que mora nuestra conciencia, sino mover los muebles dentro de él,
cambiar la cama, la mesa, las sillas de lugar y no subirlas al piso
de arriba. A la segunda se la suele llamar de transformación. Es un
movimiento de ascenso, vertical que apunta a la transcendencia del yo
(o si queremos lo podemos llamar de profundidad, depende desde dónde
miremos).
La traslación o traducción
facilita, da al yo un nuevo modo de pensar, de sentir sobre la
realidad, presentándole una nueva creencia que le abre nuevas
perspectivas. Le enseña a traducir su mundo de una nueva manera en
función de su nueva creencia, de su nuevo paradigma. Traducción
que puede ser maravillosa y que atenúe el temor que siempre acompaña
a la sensación de identidad separada (de yo separado).
La transformación desafía,
destroza, desmantela la traslación misma. Con la traslación el
sujeto dispone de un nuevo punto de vista sobre el mundo, con la
transformación el sujeto es él mismo el que es puesto en entredicho
y desmantelado, destruido.
La verdadera transformación
no es una mera cuestión de creencias, sino que se trata de la muerte
del creyente. Es ajena a cualquier intento de traducir de otra manera
el mundo, sólo se centra en el mismo yo, en su transformación. No
tiene nada que ver con el consuelo sino con la búsqueda del Absoluto
que se halla más allá de la sensación de separación.
La traslación, que es hoy por
hoy la prevalente con mucho, el yo sigue en su contracción, en su
sensación de identidad separada, contento con su propia esclavitud e
ignorante del tremendo terror que permanece en su misma esencia. La
traslación permite que el yo se lance a la pesadilla del mundo y lo
provee de una cierta dosis de sedante que le facilite su encuentro
con él (con el sansara). Esta es la situación en la que se
encuentra la mayor parte religiosa de la humanidad.
Por más que podamos desear ir
más allá de la traslación, por más que queramos emprender una
verdadera transformación, dicha traslación seguirá siendo
indispensable. Si no somos capaces de traducir los sinsabores de la
vida, no solamente no seremos profundamente religiosos, sino que
caeremos en una neurosis sin encontrar sentido a la vida. Y eso no es
una trascendencia, sino un retroceso, un paso atrás, un desastre.
Lo que ocurre, antes o
después, en el proceso de nuestro desarrollo es que llega un momento
en el que la traducción o traslación deja de servir. Y en ese
momento el único camino posible es el de la transcendencia. El
camino no es encontrar una nueva creencia, sino transcenderla y
fundirse en el Absoluto. Pero son y han sido muy pocos los dispuestos
a este salto. Recordemos a Jesús sólo muriendo en la cruz y
llamando a su Padre al que no encuentra, sintiéndose abandonado.
A la mayoría presta un buen
servicio la función consoladora de la religión de traducción.
José A. Carmona Brea